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domingo, 6 de junio de 2010

El país del Yann, Lord Dunsany



El país del Yann; Lord Dunsany; Ediciones Siruela 1984; La Biblioteca de Babel: colección de lecturas fantásticas dirigidas por Jorge Luis Borges, libro 27; Irlanda.

Este es el otro libro que encontré de esta colección en aquel mismo lugar mencionado en el post anterior. Aquí se encuentran siete relatos y una pieza teatral.
Con este libro descubro a Edward John Moreton Drax Plunkett, 18th Baron of Dunsany (24 de julio de 1878 – 25 de octubre de 1957), quien publicó bajo el nombre de Lord Dunsany, “The gods of Pegana” (1905); “Time and the Gods” (1906); “A Dremer’s Tales” (1910); “Don Rodríguez” (1922); “The curse of the Wise Woman” (1933); “The story of Mona Sheeny” (1939); “The man who ate the Phoenix” (1949); “The strange journies of colonel Polders” (1950); “The little tale of Smethers” y “The last revolution”, estas dos últimas de 1952.

A los doce años heredó el título de barón. Fue soldado: militó en Sudáfrica y en la Primera Guerra Mundial; fue cazador de leones: ese censurable hábito le inspiró las pocas páginas autobiográficas de su obra. Fue un diestro ajedrecista y dejó muchos problemas de ajedrez. Fue un buen jugador de cricket. Escribió poemas intensos y epigramáticos. Jamás condescendió a la polémica, toda su obra tiene su raíz en los sueños. Y murió, como todo irlandés que se respeta, en Inglaterra en 1957. (Borges dixit).



En el primer gran relato, “En donde suben y bajan las mareas” (Where the tides ebb and flow, 1908), el narrador nos detalla su pesadilla, en una cada vez más oscura Londres, donde el dilema empieza con el final de su vida, cuando sus restos no encontrarán descanso, debido a personas que, a través de generaciones, se encargarán de que así sea, devolviéndolo siempre al indecoroso lugar inicial. Este relato cuenta con un gran inicio, y es tan sorprendente como el final. En “La espada y el ídolo” (The sword and the idol, 1910), en plena Edad de Piedra, Loz encontrará algo que lo deslumbrará, algo totalmente desconocido para él, un objeto que transmitirá miedo y dará poder a quien la tenga consigo, siendo heredada por generaciones futuras, teniendo siempre el mismo efecto. El relato avanza en la transición de los períodos de la prehistoria hasta que, en una de estas generaciones, en la que Lod era el poseedor de la espada de hierro, interpretaron/supieron de Dios; un Dios que se manifestaba de diferente forma a la de ellos (lluvias, truenos, cosechas, sequías, etc.) y pasó este Dios a desplazar a Lod como mayor autoridad. Lod se verá obligado a decidir y actuar rápidamente. En “Carcasona” (Carcassonne, 1910). Camorak reinaba en Arn, era poseedor de bravos guerreros y un gran ejército muy bien armados; sobresalía Arleón, quien por arma tenía un arpa: no sólo motivaba a su gente con su música, también producía espanto salvaje en las huestes contrarias con el vibrar de sus cuerdas; tal era su poder que Arleón hizo una guerra motivado por una rima. Hasta que, en una fiesta aparece un adivino, conocedor de las figuras del Hado, a quien no le prestaban importancia alguna; éste, acariciando su larga barba, hizo una predicción, despertando la curiosidad, el deseo y la ambición en la corte y en el joven y bravo Camorak. En “Días de ocio en el país del Yann” (Idle days on the Yann, 1910), el narrador se une a la tripulación de “El Pájaro del Río” y zarpan a navegar, visitando diversos lugares, cada cual no menos magnífico que el otro, asistiendo diversas costumbres. Es quizá el texto más largo del libro y aunque se desarrollan muchos lugares fantásticos durante la trama, lo considero menor de entre los ocho relatos que trae el libro. En “El campo” (The field, 1910), un relato corto donde el narrador pasa por un cambio gradual de ánimo conforme va descubriendo una verdad. Si “En donde suben y bajan las mareas” el inicio y el final sorprenden, aquí, la sorpresa está exactamente en la última frase. Leer “Los Mendigos” (The beggars, 1910), es estar frente al acto de contemplar la belleza de la aparente simplicidad que nos rodea. Hasta aquí, la traducción de estos seis relatos son tomados de la Revista de Occidente, editada por la Fundación Ortega y Gasset. Ya en “El bureau d’Echange de Maux” (The Bureau d’Echange de Maux, 1915), la traducción es del español Francisco Torres Oliver, importante traductor literario, especializado en literatura fantástica anglosajona, o sea, el texto original estuvo en grandes manos. El relato en mención es uno de los mejores y trata sobre el comercio de un intercambio sobrehumano. “Una noche en una taberna” (A night at an inn, 1916), es una obra teatral con la que cierra el libro. Aquí A. E. Scott Fortescue o simplemente “El Niño” se encuentra en un recinto con otros marineros, compañeros suyos, celebrando el botín obtenido. El Niño tiene el don de predecir el futuro cercano; luego comprobará que eso no es del todo cierto. La traducción de esta singular pieza es de Borges y fue incluida en “La Antología…” editada junto a Bioy y Ocampo.
Ante el descubrimiento de un autor como el irlandés Lord Dunsany lo único que queda es agradecer: a Borges -quien con esta colección va guiando, señalando grandes autores, y rescatándolos quizá de un olvido y/o redescubriéndolos para muchos, que como yo, lo ignorábamos-, y claro, como siempre al destino, que hace que me cruce con las estancias temporales de estas obras.

Dejo el relato que abre el libro, “En donde suben y bajan las mareas”.

Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé por algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos me sacaron.
Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes.
Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aun estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.
Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí, poco a poco, al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas y pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos cubriéronse los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.
Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles, que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado, mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude, porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también; mas, por estar muertas estaban mudas. Y supe también que las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado; mas él seguía corriendo, sin pensar más que en los barcos maravillosos.
Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar.
Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.
En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.
Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea.
Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.
Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años; pero siempre, al fin del funeral, acechaba uno de aquellos hombres, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.
Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.
Y esperé de nuevo. Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.
Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus muchos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.
Y corrían los años hacia el mar a donde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allá permanecía yo sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.
Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.
Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas del sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hasta el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y allí volvió a Occidente su faz implacable, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos, y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.
Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las casas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad.
Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.
A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban; pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.
Al cabo percibí que por dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba, y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.
Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.
El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que en un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.
Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

- Sólo pecó contra el Hombre –dijeron.
- No es cuestión nuestra.
- Seamos buenas con él –dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y, por último, no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miradas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo de fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.
En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, la luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aun había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de para en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros, cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño.


Por cierto, el gran prólogo de Borges (de la que dejé tan sólo un pequeño fragmento), es un bonus muy especial, anexada a la obra del irlandés, como en cada libro de los otros 31 que conforman esta colección.

2 comentarios:

Karla dijo...

Este cuento lo leí hace algunos años en internet y no deja de darme vueltas en la cabeza. Con tu reseña se me antojó conseguir todo el libro.

Manolo Malpartida dijo...

Espero que lo puedas encontrar.

Aquí, en la sección "Literatura em espanhol", que generalmente es pequeña, y limitada -van ofreciendo lo que va cayendo, que no es mucho-, una vez me topé con otro libro de cuentos de este autor, también de la Editora Siruela, pero de otra colección. Me dije, "ahí estará, nadie compra libros en español". Una semana después ya no estaba.

Gracias por la visita y por el comentario.